miércoles, 2 de marzo de 2011

LAS DOS ORILLAS: A PROPÓSITO DE LOS NIÑOS SAHARAUIS

Acaparando la gama de los ver­des, los árbo­les que ignoran aún que son hermo­sos, se balancean sin rubor a mi paso, y las pupilas se me vuel­ven tor­pes, inca­pa­ces de abarcar esa explosión de la natu­raleza que me con­vierte en especta­dor privilegiado de una existencia en paz y en abundan­cia que se me concedió, sin merecerlo, por ese azar misterioso del destino que a unos deposita al nacer en la orilla negra, y a otros en la blanca.

No voy a hacer ahora una relación, de las cosas materiales de las que usamos y abusamos los de la orilla amable de la vida; ni de la cantidad de sofis­ticados inventos de los que dispone­mos a capricho. No voy tampoco a pretender que, arre­glemos todas las trope­lías del mundo, pero me duele el alma del bien que no hago, y es por eso por lo que quiero habla­ros, a cora­zón abierto, de que es demasiado injusto que nosotros disfrutemos de cuanto tenemos, aceptán­dolo como si nos fuera debido, sin adver­tir que hay tantos seres que nada tienen, y que al paso que vamos, nada ten­drán. Nunca es tarde, si la dicha es buena. A mí este mundo se me va esca­pando de las manos, pero sé que llegará pronto a las vues­tras y confío, ilusionada, en que seáis capa­ces de contri­buir a mejo­rar este planeta, que no es para todos del mismo azul.

Por ello vuelvo a hablar hoy de este pueblo saharaui que posee uno de los valores más hermosos de la condición humana, la forta­leza de espíritu del que cree en sí mismo y lucha por volver a su tierra -¡ay su arena!-, logrando sobrevivir a fuerza de trabajo y dignidad. Voy a habla­ros de la espléndida sonrisa de unos niños que nacieron en la zona más despiadada del de­sierto del Sahara, a la que sus padres -¡ay esas benditas muje­res saha­rauis!- han domeñado, hacién­dola habita­ble, cons­truyen­do con sus propias manos y pies, escue­las, hospi­tales, huertos, y vivien­das, organi­zando pueblos y ciudades, que en nada se parecen a las nuestras, pero que están en pie como sus hom­bres, activos, vigi­lantes, firmes en la escasez, celosos de su fe y de sus costumbres, sin perder la esperanza de volver a esa pa­tria, que al otro lado del muro -porque aún quedan muros-, les vio nacer.

Estos niños no saben lo que es abrir un grifo de agua caliente para lavarse cada mañana, se sorprenderían del funcionamiento del ascensor, soportan un calor asfixiante durante el día, y un frío extremo durante la noche, para ellos la lluvia es el mejor de los regalos, son escasas las verduras y frutas que han saboreado, los árbo­les son para ellos, como mucho, láminas de un libro. Jamás han pisado un parque; no han escuchado el zumbido de las abejas, el canto de las cigarras, y muy escasos pájaros revolotean a su alrededor, la mayoría de ellos no sabe lo que es el mar; no han ido ni una vez al cine, ni a un estadio de fútbol; se sor­prende­rían, no ya de bañarse en una piscina, sino tan sólo de sumer­girse en una bañera; no han pisado un centro comercial, ni un quiosco de helados; no sabrían abrir una neve­ra, ni echar la llave a una puerta; desconocen el rugir de una motoci­cleta, el ruido de los patines deslizándose sobre el asfal­to, el bullicio de una cafetería en una tarde de in­vierno y el frescor bajo la sombrilla en una terraza de verano; no pueden comprar, por su cuenta y riesgo, una postal, ni chuches, ni siquiera un globo de colores o una caja de rotula­dores para dibujar los sueños.

A pesar de ello, son niños guapos, alegres, sanos de alma y de cuerpo, curiosos y despiertos, que estudian -el español se imparte como segunda lengua en sus escuelas-, cantan, bailan ríen, y sonríen, sobre todo sonríen, porque se sienten queri­dos, prote­gidos, y viven tan felices sin todas esas cosas que os he enume­rado, y de otras miles que podría apuntar.

Algunos de esos chavales, un puñado de ellos y siempre diferen­tes, visitan cada año nuestro pueblo, y ojalá sean cada vez más los que disfru­ten sorprendidos de todo cuanto tenemos a nuestro alcance, los que convivan con nosotros, los que se entiendan con vosotros, nues­tros hijos, y reinventen, sin saberlo, la fraternidad, consiguiendo, en unos cuantos días, lo que, tras treinta años, los mayores no hemos sido capaces de lograr. Pero eso no es bastante, cada vez es mayor la penuria en la que viven, y nosotros no podemos quedarnos impasibles y dejarlos marchar sin más. Debemos poner los medios para que su situación mejore, para proporcionarles medicinas, alimentos y artículos de primera necesidad, hay que saber prescindir de tanto como nos sobra, y ayudarles a lo largo del año, porque su situación se deteriora más y más.

No es suficiente que vuelvan a sus campamentos del Sahara herma­no, con la misma sonrisa que traje­ron al llegar, ni que enseñe­n a los compa­ñeros que allí queda­ron, las nuevas pala­bras y las nuevas can­ciones que han aprendi­do, ni que se entre­mezclen los ecos del caste­llano y el hasanía, que nunca debieron desentrelazarse

Es preciso que aquí no cejemos hasta que las dos orillas de este mundo injusto se puedan igualar y si no son blancas, que al menos sean grises pero compartidas, solo así podremos alzar la mirada y sintiéndonos libres, sonreír en paz.

Por Elena Méndez-Leite

2 comentarios:

Rus Martínez dijo...

Precioso artículo. Me quedo con tu última frase: "Solo así podremos alzar la mirada y sintiéndonos libres, sonreír en paz". Ojalá podamos estar orgullosos de lo que hacemos en nuestro cada día y sonriamos en paz.

Humanitum Iratus dijo...

En un paisaje extremo y bajo condiciones climáticas adversas, en donde la irrealidad de los espejismos forma parte de lo cotidiano, el milagro de la vida se hace aún más patente. Son regiones del planeta en donde la capacidad de adaptación al medio, constituye el factor determinante para la supervivencia de cualquier especie.

Y entre todas esas especies, la humana es, sin duda, una de las más admirables por su capacidad para amoldarse a las condiciones del entorno. Es entonces cuando uno se sorprende, encontrando vida y actividad humana donde poco más que nada esperaba encontrar.

En medio de la hamada, en las llanuras semidesérticas del Rekkam, en las dunas de Chegaga o incluso en el interior del mismo Sahara, puedes encontrarte con niños, aparentemente salidos de la nada, porque nada ves a tu alrededor, salvo arena y piedras, o a la sumo una acacia solitaria y orgullosa -qué especie tan sorprendente y admirable-. Detrás de los niños vienen generalmente las madres y por último a veces ves al padre en la distancia, cuidando de unas pocas cabras.

Todos ellos son la prueba de que hay seres humanos que son capaces de sobrevivir en ese durísimo entorno desde hace miles de años... y además, son capaces de sonreír e incluso de invitarte a compartir un té. Una muestra de generosidad difícil de valorar, hasta que uno es consciente de que lo que se tiene a la vista, constituyen prácticamente todas sus pertenencias.

Deberíamos de aprender de ellos y de esa magnífica lección de sencillez, humildad y generosidad que nos da la vida.

Y es que, en realidad, la felicidad esta en todo aquello que nos rodea. En lo cotidiano. En lo que normalmente pasa desapercibido. En nuestra sonrisa y en las sonrisas que provocamos en los demás. En el acto de dar, antes que en el deseo de recibir. En el cumplimiento del deber, antes que en la exigencia de nuestros derechos... Lamentablemente, nos empeñamos en alimentar nuestra infelicidad a base de egoísmo, sueños de grandeza y bastante estupidez.

Y mientras tanto, la vida se nos escapa de entre las manos, como si fuera arena del Sahara.