miércoles, 23 de marzo de 2011

LOS MAESTROS Y EL CINE EN EL "DÍA DEL PADRE"

Como ya casi me paso de la madurez física -de la otra, que más quisiera yo-, podría hablaros del sin fin de maestros que he  conocido en mi vida. La mayor parte de ellos forman parte de  los maestros ciruelas; esos que no saben leer y ponen escuela. Tan solo un puñado muy escogido, tanto en la ficción como en la realidad, permanecen en mi recuerdo como tales.
 
Entre los maestros de "mentirijillas" de mi infancia hay dos que se adueñaron de mi corazón que, dicho sea de paso, se lleva fatal con mi raciocinio. Uno de ellos estaba interpretado por Aldo Fabrizzi y el otro por Cantinflas. Cada uno de ellos pertenecen a lo que hoy se ha dado en llamar antihéroes. Uno era fofo y con ojos de huevo, el otro ridículo y raído. Los dos para mí tiernos, entrañables con un sentido del humor y de la tragedia tan especiales que nunca consiguieron provocar en mí risas ni lágrimas, pero me mantuvieron siempre en ese espacio mágico que media entre la sonrisa y el suspiro. Aún hay un tercero que se convertía, por obra y gracia del celuloide, de sabio atómico en alumno-maestro de la inolvidable escuela de "Calabuch"; Edmund Gwenn, espléndido actor aunque hombre regordete y aparentemente insignificante conseguía robarle protagonismo, lo que hoy se llama "chupar cámara", a la maestra titular interpretada por Valentina Cortesse, sin más artilugios que la fuerza de su humanidad y unas cuantas sonrisas. Hubo otros maestros o profesores más o menos inolvidables en el cine de mis tiempos mozos. Deborah Kerr en "El rey y yo"; John Mills en "Que grande es ser joven"; Peter O´Toole en "Adios, Mr. Chips", toda una legión de estrictos jesuitas en las películas intimistas francesas, quizá mejor logrados pero que no permanecen en mi recuerdo ni para bien ni para mal. Y ya en épocas cercanas el inolvidable Fernan-Gómez de “La lengua de las mariposas” de José Luis Cuerda.
 
De todos los demás seres humanos que han sido o han pretendido ser mis maestros guardo una memoria casi fotográfica y, a pesar del tiempo transcurrido, todos ellos, según fuera su comportamiento, tienen un lugar en mi corazón con su correspondiente etiqueta de disculpa, comprensión o gratitud. Lo más triste es que, después de tantos años, a ninguno de ellos muertos o vivos les propondría -ahora se dice absurdamente "nominar", que no es más que dar nombre a una persona o cosa- para el Oscar de la Academia, porque me educaron para un mundo inexistente y no se preocuparon de enseñarme a vivir.
 
Cuando, tras muchos años de ignorancia, he conseguido descubrir que "solo sé que no sé nada" y cuando más falta me hace, no tengo maestro alguno a mi alcance que me ayude a superar este trance. Me queda, sin embargo, el enorme consuelo de saber que mis hijos, y tantos otros hijos han tenido y tienen, espléndidos seres humanos como maestros-amigos a los que siempre recordarán. Me queda, además, la esperanza de que mis nietos, y tantos otros nietos, no tengan que recurrir al cine para guardar memoria de un buen profesor, y de que alguien con buen sentido logre llevar a cabo la redacción de una buena Ley de Educación, milagro que todos esperamos desde la noche de los tiempos.
 
Y como el cine ha sido tema recurrente en estas líneas,  hay algo que quiero deciros solo a vosotros y confidencialmente. Hay un ser especial y magnífico que me acompañó, y me acompañará durante todos los días de mi vida. Sabía de ella casi tanto como de cine. Nunca intentó ser mi amigo pero ni un solo día dejó de ser mi padre. Lo poco que soy se lo debo a él. De lo mucho que quiso que fuera y no fui, solo yo soy responsable. Nadie pretendió nunca enseñarme menos. De nadie he aprendido más que de él. Llevo grabado en el alma el hermoso ejemplo de su silencio. ¡Él, que dominaba siete idiomas, medía siempre sus palabras! En alguna ocasión ya he dicho que me enseñó a  valorar, como de puntillas y sin querer, lo preciosa que es la vida. Fue él quien me adiestró en la difícil tarea del diálogo y de la comprensión; quien me proporcionó los primeros libros; quien me aficionó al estudio de otras lenguas; quien me animó en mis primeros escarceos en la poesía; quien, desde que era una mocosa, me hablaba como si fuera un premio nobel. De este maestro vocacional aprendí todo lo que sé de bueno y nada de lo que la vida me ha ido enseñando de malo. Este maestro mío, ingeniero industrial por más señas, tuvo muchas más penas que alegrías. Gozó de una precaria situación. Trabajaba en una empresa familiar que le explotaba sin miramientos y escribía o traducía hasta altas horas de la madrugada para que su mujer y sus hijos pudieran tener, sin caprichos, todo lo mejor. En mi recuerdo y en mi presente, vengan bien o mal dadas, siempre encuentro un lugar para la sonrisa y la disculpa, no porque yo sea más o menos benevolente, sino, porque cuando era niña y más lo necesitaba, ese maestro de maestros supo inculcar en mi ánimo y sin pretenderlo lo único realmente importante. Ahora ya no sé como se define. Antes lo llamábamos... amor.

Por Elena Méndez-Leite
 
 

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