jueves, 10 de marzo de 2011

PATRIMONIO DE LA INHUMANIDAD

Había una vez, en las lejanas tierras de Asia Central, al no­roes­te de Kabul, un hermoso valle al pie de las montañas del Indu Kux. En sus riscos de arena rojiza brillaban al sol los filones de plata, entremezcla­dos con la riqueza mineral del cobre, el plomo el cinabrio el cinc y el azufre que, en silen­cio, envi­dia­ban las irisaciones mágicas de los rubíes del vecino Badas­chan. Del Indu Kux nacían numerosos ríos que rega­ban generosa­mente sus campos de trigo y saciaban la sed de los tamarindos los álamos, las zarzamoras, los sauces, pinos y plátanos que poblaban los bosques cercanos, por los que paseaban leones y leopar­dos, tigres, osos, hienas y chacales, mientras se oían las risas chi­llonas de los monos jaraneros que , a cientos, saltaban de rama en rama  por la espesura. 

Como la región era paso obligado entre la India y el Golfo Pérsico, muchos eran los que contaban ,a su regreso, las expe­riencias allí vividas. Enterados así los Superiores budistas hindúes de la existencia de este lugar privilegiado, envia­ron a sus monjes para que construyeran en aquel paraíso un lugar de reposo y ora­ción, en el que los integrantes de las cara­vanas que empren­dían la Ruta de la Seda, pudieran descansar sus maltrechos huesos y elevar sus oraciones a Buda. Así pues, desde el siglo II y a lo largo de los siglos III y IV de nuestra era, aquellos hombres excavaron la roca edificando un total de 10 monasterios y habilitando innume­rables cuevas, que llegaron a alojar a más de 5.000 monjes. Fueron aquellos misioneros los que decidieron levantar dos esta­tuas inmensas que pudieran ser distinguidas como puerto de claridad desde la lejanía, por los peregrinos que hacia allí se acerca­ban. Pidieron ayuda a los nobles campesinos afga­nos, que hubie­ron de abandonar por algún tiempo su tarea de cazado­res, ocupar a las mujeres en las tareas del laboreo, y dejar descan­sar a sus halcones, para prestar el sudor de sus brazos a tan magna tarea. Una vez cavados los impresio­nantes nichos que habían de albergar las efigies de los dioses, talla­ron en la piedra las estatuas. No les pareció suficiente su imponente tamaño, habían de esculpir manos que acogieran, ojos que miraran, cubriendo luego  sus cuerpos divinos de fastuosos ropajes tallados en la piedra, sober­bias túnicas de aire grie­go, como aquellas que la tradi­ción atribuía a Alejandro el Grande, cuan­do, al frente de sus tropas, cruzó los desfiladeros cercanos de Kodxak y Cha­wack. Terminada la talla, las recubrieron de estuco y las pintaron. El Buda grande, de más de medio centenar de metros, sería el Buda rojo, como los rubíes de Badaschan, el Buda de menor tamaño se teñiría de azul, el añil de los cuen­tos.

Muchos de cuantos comenzaron el trabajo no llegaron a ver culmi­nada su obra pero, al fin, llegó el día en que desde la leja­nía aquella mágica visión podía contemplarse, y cuantos se acer­caban al valle de Bamiyán admiraban extasiados el milagro de los majes­tuoses dioses, puestos en pie, guar­dan­do la puerta de su cueva, dominando el paisaje, mirando desde las cuencas potentes de sus ojos la fe del caminante, al resguardo de las crueles tor­men­tas de nieve en el invierno, y a altura conve­niente para evitar la incle­mencia de los cincuen­ta grados de calor que el sol dejaba en el valle durante la época de estío. La piedad de propios y extraños, peregrinos de aquellos caminos, agradecía su presencia. Les atribuían poderes benéficos de paz espiritual y prosperidad en sus trueques, y alentaban su fe religiosa. Los monjes, por su parte, curaban las enferme­dades de alma y cuerpo y, así, este valle se fue poblando de visitan­tes que mostraban su gratitud cubriendo a ambos dioses de es­plen­dorosas joyas. Allí perma­necie­ron las dos imágenes durante milenios de vino y rosas, allí se encontraban hasta hace unos años, impasibles, mudos, expectantes.

La humanidad avanza ¿o retrocede? En nombre de otra fe, hace más de diez siglos, habían mutilado las manos y las piernas de los budas; su altar y su cobijo fue utilizado en la pasada centuria como almacén de misiles; los campos de trigo intermi­na­bles se cubrieron de opio y hachis asesinos, hasta llegar al momento en el que los chacales y lobos que antaño la pobla­ron pacíficamente dieron paso a otras fieras más dañinas que, con disfraz de hombre, expandieron el horror indes­criptible en el que desde hace ya demasiados años, se debate el pueblo afgano,­ víctima de un fanatismo tremendo, inex­plicable.

Fue en otro mes de marzo de hace ahora diez años, cuando supimos que todas las imáge­nes de Afganistán iban a ser destruidas, y nadie en todo este llamado civilizado mundo fue capaz de impedirlo ¿y aún nos extraña? Sabíamos, ya que los enemigos eran colgados como trofeos de guerra en la boca de sus cañones; que sus propios hermanos eran ahorcados en la plaza pública a la vista de propios y extraños; que había más de 800.000 minas ente­rra­das segando cada año la vida de más de 8.000 afganos y sembran­do los caminos de cientos de mutila­dos. Sabía­mos también, por activa y por pasiva, que las mujeres vivían enfundadas en la cárcel de tela del Burkha maldi­to de por vida, que miles de ellas enloquecían de sufrimiento, y que otras tantas se suici­daban, hartas de frío, de terror y de hambre. Que las escue­las estaban cerra­das, y los niños que, a duras penas, sobrevivían, deambu­laban por las calles tuberculo­sos, asmáti­cos, y mal nu­tri­dos, sin tener derecho a asis­tencia médica, como sus abuelas, como sus madres- Lo sabíamos pero....!No hícimos nada! 

Este el suma y sigue de aquella historia que comenzó en las serenas colinas del Hindu Kush hace ya miles y miles de años y en su espanto seguirá si no lo impide nadie, En la actualidad nobles expertos de la UNESCO  reúnen cuidadosamente los pedazos de aquella tropelía para estudiar la posibilidad de su reconstrucción, magna tarea que alabamos pero...¿Hasta cuando deberemos estar cosiendo heridas de fanatismos de uno u otro signo y restaurando en años lo que la metralla tarda segundos en destruir?  Sigue habiendo demasiados errores y  horrores que claman justicia mientras nosotros desde la lejanía  miramos hacia otro lado sabedores de que la inhumanidad es nuestro patrimo­nio.¡Que Yahvé, Buda o Alá nos amparen, si así puede ser!    

Por Elena Méndez-Leite


1 comentario:

Rus Martínez dijo...

Recuerdo haber leído una frase de Fernando Arrabal que decía: "Los fanatismos que más debemos temer son aquellos que pueden confundirse con la tolerancia."