martes, 19 de julio de 2011

LOS GRITOS DEL SILENCIO

Ahora que comienzan las vacaciones estivales y que este sol abrumador nos obliga a buscar un sombreado lugar, en el que defendernos de sus rayos para dar rienda suelta a la imaginación, dormida los nueve meses anteriores por el estrés de las tareas cotidianas, quizá encontremos un momento oportuno para reflexionar sobre  un problema que puede afectar, directa o indirectamente  a más de uno y del que, aún sin que nos incumba, todos  deberíamos tener conocimiento.

Hace unos días, un diario nacional incluía una de esas noticias que apenas ocupan espacio pero que, sin embargo, se repiten con distintos protagonistas una y otra vez machaconamente,  dolorosamente, ¿irremediablemente?

Hablaba el redactor de las innumerables llamadas a un número de teléfono gratuito, hermoso pero insuficiente, que desde hace años viene brindando amor y soluciones a cientos de miles de voces rasgadas por agresiones de todo tipo apenas iniciada la vida. Aún cuando el servicio funciona las veinticuatro horas del día de los trescientos sesenta y cinco días del año, sólo una de cada cuatro de esas angustiosas llamadas, consigue ser escuchada y atendida, debido a la saturación de las líneas; sólo una de cada cuatro logra encontrar, al otro lado del hilo telefónico, alguien desconocido pero hermano a quien poder confiar su terror, su impotencia, su soledad herida, su sufrimiento. ¿Cuantos otros habrá, además, que aún  sufriendo las penas del infierno, no conozcan este servicio comunitario y ni siquiera cuenten con este remedio?

Los adultos que lo deseen disponen de otro número para denunciar o asesorarse sobre  comportamientos inadecuados con menores, así que todas esas voces de socorro son de niños y jóvenes –femeninas en su mayoría-, en ningún caso mayores de diecisiete años y que no pertenecen, o al menos ya no viven, en países deprimidos por la guerra y el hambre. Todos ellos residen  aquí, muy cerca de nosotros, repartidos a lo largo y ancho de nuestra Comunidad. Ignoro si estadísticamente son muchos o pocos, pero a mí se me antoja un número infinito. ¿Cómo es posible que no encuentren a su lado nadie que oriente su desconsuelo; que ampare su soledad; que les defienda de los malos tratos; que les acoja cuando sufren? 

El fracaso escolar y la falta de cariño parecen ser las causas más frecuentes de la demanda de ayuda, pero curiosamente también va aumentando esa plaga conocida por bullying y que se refiere al acoso y vejación del menor por parte de uno o varios compañeros del Colegio o Instituto al que asiste, hasta aterrorizarle de tal manera que el acosado permanece silencioso, aislado y sobrecogido por el miedo, mientras que sus compañeros se quedan al margen por temor a ser ellos las siguientes victimas, y los padres y profesores, normalmente sin la menor colaboración por parte de los jóvenes,  se debaten por aclarar  donde empiezan las bromas y donde se convierten en abuso de fuerza. Tan sólo en contados casos éste u otros problemas se agudizan provocando un horror que conmovería hasta al ser más abyecto. 

Yo intento imaginarme a alguno de los protagonistas de estas llamadas. ¡Cuantos síntomas de malestar podrían advertir quienes están a su alrededor y, sin embargo, no hay nadie presente para tenderles una mano a tiempo! ¿Es que estamos tan sordos o tan ciegos para no advertir su dolor, o es que pueden ser a tan temprana edad así de herméticos? ¿Cómo es posible que enmudezcan con quienes conviven con ellos? ¿Por qué los pequeños se sienten incapaces de comunicarse en el hogar silenciando día tras día su agonía y evitando que quienes están cerca y deberían gozar de su confianza se enteren, mientras que, superando el miedo, acuden con mayor o menor rubor a solicitar ayuda, a través del hilo telefónico a quienes no conocen y están lejos?

Ciertamente, vivir el presente no es tarea fácil para nadie, por muchos años que llevemos cargados a la espalda, pero si algo facilita la tarea es el afán de ir enmendando nuestros propios errores, para que quienes vengan detrás tengan un mejor futuro. Quizá sea este el momento de preguntarse que es lo que cada uno entendemos por un proyecto de vida más adecuado para nosotros y para nuestros hijos, porque es posible que estemos dedicando demasiado tiempo a conseguir ventajas materiales, y en este acelerado ir y venir, trabajando a destajo y a porfía, nos estemos perdiendo el hoy y estropeando el mañana de nuestros pequeños cargando, en el mejor de los casos y con la mejor intención ésta y otras responsabilidades paternas sobre los hombros de los abuelos, robando a los hijos, sin pretenderlo, aquello que es más necesario: la seguridad de sentirse amados por sus padres sobre todas las cosas, el don de nuestra presencia, de nuestra compañía, de nuestra palabra, de nuestra experiencia. En fin, los mimbres insustituibles para construir el cesto firme de su personalidad que aporte seguridad y paz a su existencia. 

Son demasiadas las preguntas que uno se hace al conocer noticias de esta índole, lo sé, pero quizá haciéndonoslas podamos irlas resolviendo. Yo me daría por satisfecha si con ello pudiéramos encontrar solución, aunque solo fuera a alguna voz triste que estuviera llamándonos y no nos hubiéramos dado cuenta, porque  hay ya demasiados ruidos que nos impiden escuchar los gritos del silencio. 

Mientras tanto, bendito sea ese número amigo que ha sido capaz de remediar tanto desacierto, y benditos también cuantos anónimamente prestan, a más de su voz, su paciencia, su profesionalidad y su buen hacer, para que miles de nuestros niños y jóvenes sean curados de malos tratos físicos o psíquicos, o simplemente de falta de comprensión o de charla, o de amistad...o de cualquier carencia que les hayamos provocado a conciencia o sin saberlo. 

Por todo ello es por lo que, al final de estas líneas, he dejado ese número sin más, con el desconsuelo de que haya alguien de nuestro entorno que aún lo necesite, con la esperanza de que llegue el día en que todos podamos borrarlo de nuestra agenda para siempre.

Teléfono del Menor, Comunidad de Madrid: 900 20 20 10

Por Elena Méndez-Leite

2 comentarios:

Anónimo dijo...

la dejadez de organismos que deben cuidarlos como colegio, centro de salud, familiares, etc..la tardanza en actuar ante denuncias la ineptitup de tantos profesionales dedicados a los menores nos dejan cada dia noticias atroces aui mismo, en mi ciudad, ahí al ladito. Hace un mes una niña de 8 años muerta a golpes, una niña en acogida en medio de la disputa del Consell, la familia de acogida y un padre biologico que ha aparecido.
No debo olvidar el caso de la pequeña Alba, en estado irreversible por la ceguera de la burocracia.Y aqui en mi ciudad también hay un niño adoptado en estado vegetativo....podriamos enumerar tantos..ANTE LOS INDEFENSOS DEBEMOS LUCHAR TODOS

Humanitum Iratus dijo...

Ejercer la violencia física contra los más indefensos es algo que nos degrada como especie; afortunadamente, hay leyes que lo castigan. La falta de cariño, la despreocupación, la mínima atención y el egoísmo que aparta permanentemente a algunos padres de sus hijos, también es un acto de violencia que puede dejar profundas cicatrices de por vida; sobre esto, normalmente la ley se lava las manos. Hay incluso quien se atreve a utilizar a los hijos contra su pareja, como si fueran armas arrojadizas; lamentablemente este tipo de violencia es frecuentemente amparada por la ley.

Si queremos proteger aquello que más necesita de nuestra atención, deberíamos empezar por desterrar la violencia que ejercemos y toleramos desde nuestro cinismo.

Gracias, Elena, por este nuevo artículo lleno de sensibilidad.