jueves, 3 de mayo de 2012

ERA DI PRIMAVERA

Era di primavera, fiorivano le rose…

“¿Cómo quieres morir...? Si me dais a elegir, Señor, quisiera morir un día de primavera, tibia la tarde, luminoso el cielo, que nadie que viniese al camposanto tuviera que acudir con gabardina y que nadie llevara en la retina mezclada al agua de la lluvia el llanto”. Cuadernos de amor y luto, Joaquín Calvo Sotelo.

Comencé mis pinitos teatrales a muy corta edad, lo malo es que mi estatura no era tan corta y, por esas cosas raras de la vida que sucedían allá por los años cincuenta, estaba más que prohibido que mozalbete alguno pusiera pie en el recinto escolar más allá de lo imprescindible. Así que, en todas las obras de teatro que se representaban en el colegio, ya fueran de Lope, Calderón, Pemán o los Álvarez Quintero, yo acababa siempre con dos tizones a modo de bigotes, y con otro que unía mis ya de por sí pobladas cejas encarnando a Segismundo, Clarines, El rey Baltasar o… ¡Vaya usted a saber! El razonamiento que daban mis profesoras era sin duda de peso. “Como es la más alta, morena y poco  agraciada, es la que debe encargarse de los papeles masculinos” y así un año, y otro, y algunos más. A pesar de este sinsentido, el teatro me fue atrapando y, aún hoy, sigo convencida de que si alguna vez me queda tiempo para pensar en lo que quiero yo y no en lo que quieren los demás, elegiré sin el menor titubeo ser actriz. ¡Confío en que aun encuentre algún autor que escriba un buen papel para ancianitas, y si no, recurriré a Kesselring y a sus viejecitas asesinas, que me encandilan cada vez que reponen la cinta de Capra!

-Sirva lo que antecede de prólogo para contarles de que modo se produjo mi encuentro con D. Joaquín Calvo Sotelo, del que ya les hablé de pasada en otra colaboración-.

Pasados unos años y cansada de interpretar papeles masculinos, plantee muy seria-mente a una de nuestras monjas, enamorada del teatro, la conveniencia de iniciar un diálogo con el Director del Colegio del Pilar, cuyo edificio se daba de bruces con el nuestro. Que “los chicos hicieran de chicos y las chicas de chicas”, seguía siendo demasiado pedir y aunque lo consideré batalla perdida no lo fue y, al fin, mudaron los aires en nuestro estricto colegio de Loreto, pero ese cambio precisó de un tiempo.

Cumplidos ya los trece años, la Madre Directora me llamó una tarde a  su despacho: Hija mía, me dijo, para la fiesta de fin de curso vamos a montar La Muralla de Don Joaquín Calvo Sotelo. Es una obra algo dura, por lo que tendremos que suprimir ciertas escenas, pero es hermosa y creo que usted podría interpretar un papel protagonista en ella. Yo desconocía entonces autor y obra, pero enseguida pensé en cual de los trajes de mi padre, por lo menos veinte tallas superiores a la mía, podría servirme, y el olor del corcho chamuscado se hizo presente. Cuando a los pocos instantes mi, hoy admirada y entonces temida, “madre” me dijo que el papel de Amelia, la dama joven, era mío, sentí que la vida merecía ser vivida y que Dña. María Guerrero y yo ya no estábamos tan lejanas. Durante el resto del día no sé ni a las clases que asistí, ni si hubo Bendición, rosario o estudio. Cuando a las ocho sonó la campana, que anunciaba el fin de la jornada, me puse la boina y el abrigo a toda prisa; subí la cuesta de Ayala a la carrera; crucé Conde de Peñalver y Alcántara en un suspiro; casi me pilla un coche en Alcalá y bajé Fuente del Berro como si en el portal me estuviera esperando José Luis Pellicena. Al entrar en casa pregunté por papá “Está en el despacho -me contestó Leonor- ¿Te pasa algo?” “Me pasa todo,  Leo, luego te lo cuento.”

A partir de ese día, Benavente; Casona, Neville, Jardiel,  Ibsen y Gazzo, entre otros, me dejaron entrar de puntillas en su mundo prestando voz a sus textos y regalando expresión a sus ideas y, desde entonces, ya nunca, ni en la vida real ni en el teatro, dejé de ser una mujer.

Aquel patito feo se hizo cisne. Luego, al pasar de los años, la vida fue poniendo y quitando dolores y alegrías. No sé al hacer balance si he tenido más primaveras que inviernos, de lo que sí estoy segura, ahora que el otoño se aleja de mi presente, es que Don Joaquín ya nunca podrá saber que la primera bofetada que recibí me la propinó mi “padre” en La Muralla y que, tras el largo y apasionado monólogo que le seguía, yo aún me recuerdo, feliz y enardecida, diciendo mi última frase “… y ahora, pégame otra vez!”.

Era primavera y florecían las rosas, - va a hacer ya veinte años-  cuando Joaquín Calvo Sotelo, abogado del Estado, dramaturgo, escritor, poeta, académico y, sobre todo, espléndido ser humano de fina ironía e inconmovible optimismo, decidió averiguar por sí mismo si era verdad aquello de A la tierra; kilómetro 500 mil. Me han dicho fuentes bien informadas que, cuando el dramaturgo llegó a las alturas, le tenían preparado un despacho luminoso con carteles de sus obras y una foto de Giuliana –señora entre se-ñoras, que su vida llenó de luz y gasa-, y que últimamente anda muy atareado preparando una obra en tres actos. Tiene ya los papeles repartidos, pero aún le falta por en-contrar a alguien adecuado para interpretar a la dama joven. Por más nubes que recorre no la halla. Desde que he recibido la noticia, se me han inundado los ojos de sonrisas; ha vuelto a mi memoria el corcho chamuscado y las carreras por el barrio de Salamanca; se han hecho nada los años que tuve y ya no tengo, y he decidido ponerle un mail urgente que diga, sin mayor protocolo. 

“Señor mío: He de terminar un trabajo que tengo pendiente pero, como creo que ya no demorará mucho y ha llegado a mis oídos que tiene alguna dificultad en esas tierras, o debería decir, en esos cielos, para dar con una nueva Amelia, le ruego aguarde un tiempo prudencial. ¡Estoy segura de que el papel me vendría como anillo al dedo! Con la mayor gratitud, reciba mi más cordial saludo“,

Postdata: Por favor, si es posible esta vez, le agradecería que suprimiera la bofetada.

Por Elena Méndez-Leite

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