lunes, 2 de julio de 2012

ISABEL MONTEJANO

No sé cuantos de ustedes conocen Leganés. Aquella Legamar chiquita por la que zascandileaba Don Juan de Austria, el vencedor de Lepanto, cuando apenas era para sus vecinos más  que un tierno alemanito, apodado Jeromín; o Alcorcón, que antes fuera “de los pucheros”, porque tantos se cocieron en sus hornos árabes que merecieron  figurar en número de tres en el escudo de la Villa; o Getafe, “calle larga” para los musulmanes, donde se cultivaban las más hermosas alcachofas para deleite de los vecinos de la cercana Capital. Ignoro si han paseado por el que fuera pueblo de arrieros y  labradores, fundado frente a una “fuente labrada”, que le dio a más de agua cristalina, sonoro nombre; o si han tenido oportunidad de detenerse con calma en Móstoles para preguntar a alguno de sus mayores por el alcalde Torrejón, aquél hombre bien nacido que, a toque de campana tañida, defendió en unión de sus vecinos la independencia de España; o si han sido capaces de distinguir entre sus moradores actuales a los descendientes de aquellos cazadores de avutardas, o agricultores de buen trigo y mejor cebada que hace luengos años emprendieron desde su Humanejos natal caminos distintos, que no distantes, unos hacia Parla y otros hacia Humanes. Quizá alguno de los paseantes habituales de nuestros espléndidos y bellos Monte del Pilar o del Parque forestal de Somosaguas de Pozuelo,  se hayan acercado para disfrutar también de esos otros parajes no lejanos que forman parte de nuestro entorno.

Todas y cada una de estas hermosas y amplias ciudades del alfoz madrileño se han ganado, con el esfuerzo y tesón de sus gentes,  cuanto tienen de urbes industriales y avanzadas. Están tan cerquita de Madrid capital que, es posible que, perdidos entre indicadores y cambios de sentido circulatorio, pasemos ante ellas sin detenernos. Ya apenas hay huertas y labrantíos, no hay arrieros ni cazadores, y los pucheros de antaño ya son reliquia, por lo que  soy consciente de que lo que acabo de contarles sobre su pasado no habrá de servirles para identificarlos cuando circulen por sus amplias avenidas; contemplen sus modernos edificios; recorran sus centros comerciales y comprueben que la industria, la cultura y el progreso están presentes a lo largo y ancho de esas urbes llamadas injustamente por alguno “ciudades dormitorios”. Entre todas ellas sobrepasan con creces el millón de habitantes.

Tan sólo si hablan con alguno de los naturales del lugar les corroborarán lo dicho, porque son ellos ahora y fueron los suyos antes, los que han ido protagonizando y propiciando, contra viento y marea, guerras absurdas y fatigas extremas, el cambio del ayer a hoy, sin perder un ápice de su afabilidad y luchando por su progreso, sin renunciar por ello a su pasado noble a más de viejo; aceptando sin resquemores la incorporación al vecindario de hombres y mujeres de allende los mares, y conservando ese tinte entrañable de las personas de bien a las que nada se les ha dado “de bóbilis bóbilis”.

Cuando llegue Septiembre todos ellos estarán a punto de iniciar o rematar sus fiestas patronales. Días de algarabía; corridas de toros; encierros; mercadillos medievales; bailes, competiciones deportivas, concursos infantiles y otros eventos populares que continúan potenciando, a pesar de los tiempos y los detractores - que los hay-,  ese antiguo sabor de premio merecido tras la dura labor agrícola de cada año.

Y en septiembre hará ya seis años que Isabel Montejano, la “dama del periodismo regional” descansa junto a su Mediterráneo. Ella recorrió miles de kilómetros  a lo largo y ancho de España y me aventuraría a decir que nunca nadie ha conocido de tan primera mano y a conciencia nuestra región y sus ayuntamientos. Nadie como ella sabía más y mejor la historia de todos y cada uno de los pueblos de nuestro Madrid, y nadie como ella para contar tantos intríngulis descubiertos. Hablar con ella era casi tan hermoso como lo es hablar de ella. Siempre dispuesta a evocar anécdotas y curiosidades de su peregrinar por este mundo de vaivenes políticos y cambios sociales y estructurales. Ella nos relataba el hoy próspero, el desarrollo y los logros de cada una de las ciudades, para luego volver del revés como un calcetín el progreso, y retrotraernos a las épocas de los cotos de caza reales; de los príncipes de ensueño que andaban en amoríos con hermosas doncellas aldeanas; de los maravedíes; de las brujerías de ancianas de cuento; de las mozas de cántaro que adornaban las fuentes; de las calzadas en penumbra, de los fogones de leña, de las caballerizas y porqueras, de crujientes rosquillas y churros calentitos, de chocolate en jícaras y sabrosas matanzas; de carros y aperos; de aromas a tomillo y romero; de las hogazas de pan; del “con Dios” a cada paso; de la procesión y el incienso; del sermón de Don Braulio; del boticario Pedro; de bodas y bautizos; de tantos novilleros que se hicieron a escoplo en las tablas del cerro. En fin, del ir y devenir de las buenas gentes a las que ella rendía siempre su homenaje por saber serlo.

En uno de nuestros últimos encuentros Isabel me habló del libro en el que estaba trabajando Al-basit en el Camino de Compostela, que iba a editar el Instituto de estudios Albacetenses. Isabel no sólo conocía esta ruta Jacobea, sino que la había recorrido de muy distintas formas, incluida el carro, aunque, holgaba decirlo, no era este sendero que pretendía pormenorizar, asunto de su invención. Hacía tiempo ya que La Asociación alicantina Amigos del Camino había ido señali-zando varios pueblos de la provincia  con las flechas amarillas y las conchas simbólicas carac-terísticas de la peregrinación.

El recorrido, del que ya se hablaba en el siglo XII, partía del Altiplano de Almansa y los Campos de Hellín y atravesaba las cinco provincias de la región de Castilla-La Mancha  constituyendo un hermoso patrimonio cultural que se debía conocer y preservar. Algunos textos encontrados corroboraban que el Apóstol Santiago desembarcó en su primer viaje a Hispania en Chartago Nova y subió por la Calzada Romana al interior así que, si esto era cierto, podría ser que la Ruta Jacobea que pasa por Albacete desde Almansa y Hellín a La Roda, coincidiendo en muchos lugares con los de la Ruta de Don Quijote, hubiera sido el primer Camino a Compostela. Había un brillo muy especial en la mirada de Isabel al hacerme partícipe de su proyecto.

Corría por entonces un luminoso abril. Ella moriría pocos meses después y no creo que pudiera terminar esa obra que, sin duda, habría encauzado todo el amor que la Montejano sentía por su Albacete natal.  Antes de despedirnos me ofreció su Segunda Crónica de los pueblos de Madrid con una dedicatoria que permanece viva en mi recuerdo. Es una publicación de la Asamblea de nuestra Comunidad que merece la pena leer y que no sé si estará hoy descatalogada. Su precio era entonces ínfimo. Su valor siempre excelso. Yo dejé mi ejemplar en la biblioteca Miguel de Cervantes de Pozuelo, porque allí está a mi disposición y a la de todos, y recomiendo su lectura a cuantos se hayan encariñado con nuestras tierras y también a los que no, porque difícilmente se puede amar bien lo que no se conoce.

La gran humanidad de Isabel, su sonrisa algo irónica, y su simpatía natural me acompañarán siempre. Era como esos artistas trashumantes que, todos los veranos, sin faltar uno, instalan sus carpas y tinglados en las plazoletas de nuestros pueblos, hasta que en un septiembre como cualquier otro, sin decir palabra, sin avisar y en silencio, dejó su pluma, sus bártulos y su gran sonrisa, y se fue a descubrir Fiestas Mayores a lo largo y ancho de estrellas infinitas y anchos universos. Alguna vez, en esos días radiantes y agosteños, cuando se ven desparramadas unas nubecillas que, como puntos suspensivos, se cuelgan del azul inmenso, me acuerdo de mi amiga Isabel y sonrío porque creo reconocerla en esos trazos… y es que yo sé que a ella no le gustaba el luto y, como hiciera durante más de treinta años, sigue enviando al ABC sus inspiradas crónicas que ahora escribe, en papel azul y tinta blanca, desde el cielo. 

Por Elena Méndez-Leite

Bibliografía: Segunda Crónica de los Pueblos de Madrid, de Isabel Montejano Montero. SERVICIO DE DOCUMENTACION Y PUBLICACIONES de la COMUNIDAD AUTONOMA MADRID, 1990. ISBN 9788445102602

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