domingo, 30 de septiembre de 2012

EL MENOS COMÚN DE LOS SENTIDOS

Fotografía: Rafa Llano, "Enseñando el Interior"
Con los avances de la técnica, cada vez es menos frecuente hallar, entre el montón de misivas que se depositan a diario en nuestros buzones, una carta que nos traiga noticias de algún ser querido. Solo, de vez en cuando, tenemos la oportunidad de alegrarnos o dolernos con ellos por medio de participaciones de bodas, bautizos, comuniones o esquelas. El género epistolar, como medio de comunicar emociones y sentimientos, ha caído tristemente en desgracia, y digo tristemente porque cuando el progreso barre sin ton ni son, y con la cizaña arranca el trigo, nos va segando pedazos de humanidad, nos despersonaliza y, al final, pasamos a formar parte de una lista de direcciones y de nombres sin rostro a los que se accede, según convenga y, casi siempre, sin haber sido consultados previamente, para utilizarnos, cuando menos, como objeto de mercado, con solo apretar una tecla en el ordenador. No sé si a ustedes les habrá ocurrido más de una vez, pero a mí cada día que pasa me resulta más chocante recibir correspondencia a través de la Red, no solo de las más variadas regiones de nuestra geografía, sino de Europa e incluso de América, Asia y otros lugares del globo, algunos de los cuales no he visitado en mi vida. Dichos mensajes suelen incluir los datos correctos e incluso son capaces de señalar alguna de mis preferencias. En muchos de ellos me ha correspondido, o estoy en óptimas condiciones de alcanzar, algún premio fabuloso, casi siempre relacionado con automóviles o viajes, y todos, absolutamente todos, suponen un desembolso económico o la solicitud de registro en la página remitente que ni he solicitado ni, en la mayoría de los casos, descubre su objetivo ni identidad. Estos correos no suponen para quien los recibe más que la aplicación del sentido común de no meterse en libros de caballerías y la molestia de irlos eliminando cada vez que aparecen en la pantalla del ordenador pero ¿quien les proporciona a estos desaprensivos  nuestras señas, nuestros nombres, nuestros gustos y apetencias, como se permiten el lujo de entrar en nuestros hogares sin que nadie les haya dado permiso, violando nuestra intimidad, y lo que es mucho peor, la de posibles niños o adolescentes?

Como hoy en día hay ya tantos despropósitos, al final uno va tolerando que ocurran estas actuaciones, procura por todos los medios asegurarse de con quien establece contacto, e intenta aferrarse al lado positivo de que son solo tristes excepciones; de que quizá alguna de dichas ofertas sean útiles para algunos; de que estos son momentos de crisis; de que hay que sacrificarse en bien de la comunidad; de que todos tenemos que comer; de que así funciona la vida moderna; de que a ver si es que te estás quedado trasnochada; de que no son estos tiempos para timoratos y de… ¡que sé yo!

Hasta ahí pase, pero cuando alguien recibe un correo con un contenido manifiestamente irrespetuoso y de oscura interpretación, o con una carga emocional de distintos alcances que van desde la provocación al engaño e incluso a la pornografía bajo el amparo del anonimato; cuando hay alguien capaz de jugar suciamente comerciando con los sentimientos, dando torpemente doble sentido a todas y cada una de las palabras o imágenes de un texto, creando confusión y habiendo podido provocar una situación familiar o personal inconveniente, si no conflictiva; cuando quien creíamos amigo y confidente, se burla de nuestra buena fe y traiciona cualquier manifestación de cariño o confianza exponiendo sin el menor pudor imágenes solo a él entregadas, la cosa pasa a mayores y ya no es solamente un problema de la desvergüenza de los demás sino, cuando menos, de nuestra falta de sentido común. Ya somos todos lo bastante mayorcitos para habernos enterado de que el ojo de internet es todopoderoso y universal. Tampoco se nos debe ocultar que nuestra intimidad merece ser respetada en primer lugar por nosotros, si pretendemos que la respeten los demás. Todo lo que es precioso debe ser especialmente protegido porque la crueldad; la envidia; el desamor; la malquerencia y otras alhajas por el estilo están siempre al acecho buscando lo que más pueda doler al individuo que pretenden hundir, y aprovechan el menor descuido para arrinconar la belleza de los sentimientos y excavar en la basura de los peores instintos haciendo mofa y befa de todo ese conjunto de valores universales que desde tiempo inmemorial ennoblecen al individuo, lo alejan de su instinto animal y engrandecen su paso por este valle de lágrimas.

Éste ha debido ser el caso que en las últimas semanas ha ocupado los comentarios de los periódicos y los canales de televisión. Ha sido una más de las serpientes del final de este caluroso verano y, dentro de unos días ya nadie se acordará del individuo, aún desconocido, que colgó las fotos inconvenientes de una señora en las redes sociales, traicionando a la propietaria y mostrado al propio tiempo su falta de hombría de bien y pundonor. Tampoco, tras unos días de rumores y murmullos, la protagonista deberá sufrir mayor bochorno o conmiseración que el de su propia estulticia.  Sin embargo, por aquello de escarmentar en cabeza ajena, podríamos sacar de este hecho, deleznable en muchos sentidos, alguna buena lección.

Hace ya tiempo que venimos presenciado que las faltas de respeto son el pan nuestro de cada día; que las buenas maneras desaparecen como por arte de magia; que el quítate tú para ponerme yo rema en todas direcciones y que las relaciones familiares, empresariales, políticas y laborales de cualquier signo están basadas en un egoísmo a ultranza y en una serie de connotaciones que poco tienen que ver con el esfuerzo, el mérito, la educación y el buen hacer. La descalificación; el insulto; el grito; la provocación y la ausencia del buen gusto preside conversaciones, tertulias y comentarios en los distintos medios de comunicación.  Todos quieren hablar a la vez, no se respetan turnos ni argumentos y acaba siendo un guirigay de imposible factura. De otro lado, el ser humano ha pasado a ser un artículo comercial mejorable a base de ejercicios de musculatura en salones repletos de distintas y carísimas maquinarias; de la implantación de órganos plastificados que disimulen carencias o las suplan; o de la ejecución de operaciones quirúrgicas de embellecimiento, con mejor o peor resultado, pero siempre de altísimo coste. La vejez es algo que no solo hay que prevenir sino curar, porque las arrugas ya no son signo de haber vivido sino de que ya no hay vida para quien se presenta con ellas ante la sociedad.  

Mientras, la juventud, que es el único valor que cotiza al alza, contempla el estúpido ejemplo que les damos al tiempo que, desesperanzada desde el paro, ve como van pasando los años por ellos, sin trabajo, sin ganancia, sin el menor acicate que mejore su vida, apenas sin estrenar.

Ciertamente, no son todos estos elementos los que ayudan a propiciar el respeto ajeno, porque va resultando complicado respetarse a uno mismo en esta situación, y un día de tantos días ociosos se encuentra una palabra afable y atrayente en cualquier chat al uso, y al otro se entabla una amistosa relación y comienza el divertimento con la exposición de unas fotos que te hiciste aquel verano mágico de tu vida, y las difundes por la red sin pudor, y tu cuerpo desnudo se pasea por millones de retinas y tu ya no eres más que un cuerpo expuesto al sol… y como el agua derramada, ya no hay quien recupere el respeto perdido, simplemente porque tú, homo sapiens pero menos, no lo  tuviste contigo mismo cuando un buen día se te ocurrió una idea absurda y, seguro que sin pensarlo detenidamente,  apretaste la tecla de tu ordenador.

Por Elena Méndez-Leite

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